miércoles, 30 de diciembre de 2009

¿Es pública la escuela pública?


Mariano Fernández EnguitaEsta pregunta, en parte puramente retórica, podría formularse de diversas maneras. Por ejemplo: ¿es pública la escuela estatal?, ¿sirve la escuela pública al interés público?, ¿prima en ella el interés público o está subordinado a otros intereses que no lo son?, ¿funciona la escuela pública como un verdadero servicio público? En el título de este artículo hay ya dos ambigüedades que conviene disipar: la primera es que, al hablar de escuela pública, me refiero a la escuela estatal —no importa de qué administración de­penda—, no a las escuelas sostenidas con fondos públicos, que incluyen las concertadas, si bien una buena parte de lo que diré podría aplicarse también a ellas; la segunda es que, al preguntar si es pública, me refiero exactamente a si tanto el interés público —el interés de toda la sociedad— como los intereses del público —los intereses de los alum­nos que asisten a ella y los de sus familias—, aun parcialmente subordinados éstos a aquél, priman sobre los intereses de otros sectores, en particular sobre los del personal del centro y, más concretamente, los del profesorado.
Adicionalmente, quiero aclarar de antemano otra cuestión: aunque, en el aspecto que voy a tratar, algunos de los problemas que señalaré, que derivan en gran parte de los privilegios del funcionariado y la falta de control sobre su trabajo, están lógicamente menos presentes en la escuela privada, sea o no concertada, de ello no se desprende que ésta se sitúe, rebus sic stantibus, más cerca ni del interés público ni de los intereses del público. Lo primero no sucede, sencillamente, porque una buena parte de la enseñanza privada se caracteriza todavía, en España, por un fuerte componente ideológico — religioso o no— y una vocación clasista que se traduce en mantener a distancia a los alumnos más “problemáticos”, lo cual casa mal con el interés público, cuando no se opone abiertamente a él. Lo segundo, tampoco necesariamente, o al menos no en la medida que cabría esperar de la sola consideración de los defectos de la pública, dada la elevada dosis de pura y simple mercadotecnia que hay en su relación con la clientela. Además, si la escuela pública, aun dependiendo de una administración más o menos centralizada, es ya más diversa de lo que en principio se piensa, distribuyéndose los cen­tros en un continuo que va de lo óptimo a lo pésimo, o viceversa, la escuela privada aún lo es más, al depender de un sinfín de particulares, empresas, cooperativas, franquicias, órdenes religiosas, movimientos pedagógicos, etc.
Empecemos, pues, de nuevo: ¿es pública la escuela pública? Sí, por supuesto, en cuanto que es financiada por fondos públicos, su titular son los poderes públicos y sus trabaja­dores son funcionarios públicos, pero la pregunta no era tan sencillamente tautológica. Cuando se discute en el mundo de la enseñanza sobre el modelo educativo global, y par­ticularmente sobre la estructura del sistema, suele distinguirse entre escuela pública y escuela estatal : la primera estaría al servicio del interés público; la segunda, al de los designios del Estado o del gobierno. Esta distinción fue particularmente popular en la época de la transición política y en todo el debate que tuvo lugar desde ésta hasta la aprobación de la LODE. Se quería con ello señalar que la escuela pública no debía ser utilizada por el poder político para fines opresores o partidistas, por lo cual se reivindi­caba la autonomía de los centros, la libertad de conciencia del profesorado, el pluralis­mo ínter y/o intracentros, etc. Aunque nunca hayan desaparecido tales riesgos (piénse­se, por ejemplo, en las veleidades manipuladoras tanto de los nacionalistas y regionalis­tas como de la exministra Aguirre), lo cierto es que la pregunta tiene ahora otro senti­do.
La jerga legislativa y los portavoces de la escuela privada concertada han confluido a veces en englobar bajo la expresión escuela pública tanto a la estatal como a la privada concertada. Para los partidarios de la pública, sin embargo, la concertada no lo es tan­to, pues, aunque esté financiada con fondos públicos y sujeta a una regulación relati­vamente estricta, la propiedad privada de los centros y las prerrogativas de los propie­tarios cuestionarían ese carácter: la ley y la financiación, pues, no bastan. Sin duda te­nemos razón, pero la cuestión que toca hoy es la siguiente: ¿bastan, del otro lado, la ley y la titularidad estatal para garantizar que la llamada escuela pública sea inequívoca­mente pública?
Mi opinión es que no; que, aun en esas circunstancias —o precisamente en ellas—, es posible una subordinación de la escuela a otros intereses, concretamente a los intereses más espurios de los profesionales del sector, que puede calificarse abiertamente de apropiación, en la medida en que intereses y objetivos públicos (los del alumnado, la comunidad entorno y la sociedad global) quedan subordinados a los intereses y objeti­vos privados (de cada profesor) y corporativos (del conjunto del profesorado), a veces hasta el punto de su abandono. Eso es, creo, lo que ha tenido lugar en el último perio­do, sobre todo en el último decenio. Intentaré explicarlo.
Primero.
No ha habido una sola reforma del calendario o el horario escolares que no haya consistido en reducirlos. Se ha repetido hasta la saciedad, sin el más mínimo fun­damento, que la llamada jornada continua (y, por tanto, intensiva) iba en interés de los alumnos; se ha aplicado ya en buena parte de España, prometiendo maravillas y com­plementos extraescolares que nunca han funcionado; se han impuesto por la vía de he­cho vacaciones y fiestas semiclandestinas como la impresentable semana blanca o los días de entrega de notas; se ha convertido en costumbre empezar el curso el último día y terminarlo el primero dentro del plazo discrecional que fijan las instrucciones de la Administración; se ha vuelto indiscutible que, puesto que el horario se puede reducir en junio y septiembre, se reduce. Resulta casi grotesca la frivolidad con que numerosos enseñantes vocean las pretendidas excelencias de la jornada continua, afirmando que diversos estudios las demuestran, para no ser jamás capaces de señalar ni uno sólo. En sentido contrario, clama al cielo que, cuando las últimas noticias sobre el fracaso esco­lar indican que éste afecta de nuevo a un tercio de los alumnos que terminan la ESO, a nadie se le ocurra la posibilidad de utilizar horas adicionales e incluso el mes de julio para concentrarse en los alumnos de menor rendimiento, cuando, teóricamente, el pro­fesorado está disponible —a pesar de la eficacia probada, ésta sí, de políticas como la doposcuola italiana (prolongación del horario escolar) o las summer schools norteame­ricanas. Como resultado, numerosas familias acuden a la privada en busca de horarios menos concentrados, servicios más eficientes, actividades más diversas y mecanismos de recuperación veraniegos.
Segundo.
Se supone que los profesores disponen de una parte importante de su tiempo pagado (en la práctica, la mitad de las horas en la escuela primaria y casi dos tercios en la secundaria, por no hablar de un total de dos meses no lectivos pero tampoco vaca­cionales) para dedicarlo a la preparación de las clases, la renovación de los programas o el perfeccionamiento profesional, pero, aunque muchos lo hacen, otros muchos no, y no existen mecanismos ni legales, ni económicos, ni siquiera morales que les fuercen a hacerlo. La autonomía profesional se traduce para muchos en simple tiempo libre re­tribuido. Como resultado, el de enseñante se ha convertido en un empleo potencial­mente a tiempo parcial, pero remunerado, en todo caso, a tiempo completo. Se ha con­fundido de manera interesada la muy loable reducción del horario lectivo de los profe­sores —que podría incluso ser conveniente llevar aún más lejos, ya que se trata de una actividad fuertemente estresante—, con la reducción de su horario laboral, que es cosa bien distinta. Nadie niega, por supuesto, que el horario sigue siendo de treinta y siete horas y media semanales, pero son muy pocos los que lo practican. Recuérdese, por ejemplo, el lamentable espectáculo del amotinamiento de buena parte del profesorado canario de enseñanza secundaria contra la hora 25, es decir, contra la exigencia de pi­sar el centro por la tarde ¡un día a la semana! Como actividad profesional que es, impo­sible de regular al detalle, y por deber discurrir sólo parcialmente en el aula y en con­tacto con los alumnos, la calidad de la docencia depende en gran medida de la voluntad del profesor, voluntad que depende de su vocación, su motivación, etc. Sin embargo, esa autonomía sólo puede funcionar asociada a dos cosas: de un lado, a un elevado nivel de conciencia profesional o, si se prefiere, a una cultura profesional que socialice adecua­damente a los componentes de la profesión asegurando que interiorizan en grado sufi­ciente las normas de conducta y rendimiento que le son específicas; de otro, a meca­nismos de control internos y externos adecuados para disuadir a los que incumplen esas normas. Ni una cosa ni otra funcionan hoy, de modo eficaz, en la enseñanza no univer­sitaria.
Tercero.
La mayoría de los intentos innovadores de las Administraciones y, en especial, cualquier propuesta de que el profesor se responsabilice de algo que no sean su clase y su aula, tropiezan con una denodada resistencia. Por eso menudean los conflictos por las tutorías en secundaria, por la vigilancia de los recreos en primaria, por la atención a los comedores, por las salidas y actividades extraescolares, etc., se reducen al mínimo la atención a los padres, el trabajo de las comisiones pedagógicas, las coordinaciones de ciclo, los seminarios, etc. y se evitan tanto en los claustros como en los consejos cuales­quiera discusiones de fondo, no ya sobre la educación en sí, sino sobre los elementos básicos del funcionamiento cotidiano. Parte del profesorado sigue apegada al libro de texto como fuente última de la organización docente, y propuestas como la atención a la diversidad de niveles e intereses en el aula, la apertura al medio, etc., se quedan, tan a menudo como lo contrario, en simple papel mojado. Como resultado, las reformas se degradan de modo decisivo, cuando no naufragan, en proceso mismo de su aplicación.
Cuarto.
Aunque la LODE, y luego la LOPEG, han tratado, con mayor o menor acierto, de otorgar autonomía a los centros y asegurar su gobierno democrático por el conjunto de los sectores implicados, el profesorado mantiene una actitud entre indiferente y hostil hacia la participación. La mayoría no quiere ser parte del Consejo Escolar, se pro­cura que sus reuniones sean puramente rutinarias, se le hurta información, se reaccio­na corporativamente ante cualquier crítica de padres o alumnos, se mira con descon­fianza a las asociaciones de padres, etc. En general, la presencia de otros en el gobierno del centro (otra cosa es su utilización como mano de obra auxiliar) es vista como un engorro impuesto, como una intromisión; como la otra cara, por decirlo de la manera habitual, del pretendido vaciamiento de competencias del claustro —pretensión que no resiste el más mínimo contraste con la realidad. Como resultado, la gestión democrática y compartida de los centros se ha convertido en muchos de ellos en poco más que una ficción. Los proyectos educativos de centro, en los que deberían plasmarse tanto la apertura del núcleo profesional del centro a la especificidad del entorno social como la aportación de éste a la tarea educativa, se limitan, las más de las veces, a expresiones rituales de buenos deseos que nadie niega, pero que carecen de cualquier articulación o implicación prácticas. Los proyectos curriculares simplemente no son discutidos en Consejo, limitándose los representantes no docentes a constatar que existen, e incluso el Claustro no suele ir más allá de aceptar y sumar lo que propone cada ciclo, seminario
o departamento. Las programaciones y memorias anuales son pasadas apresuradamen­te al Consejo, que las suele informar de modo favorable sin entrar en ninguna conside­ración de fondo. En general, los Consejos se encuentran con que sus resoluciones son ineficaces sin el Claustro o que están predeterminadas por él: por eso los profesores no los toman en serio y los padres y alumnos terminan desilusionándose de ellos.
Quinto.
La dirección del centro se ha desmoronado, como institución, en favor del claustro. Con un discurso antijerárquico, el profesor ha conseguido convertirse en due­ño y señor de su clase, su grupo o su aula, de los que no responde sino ante sí mismo.
Es decir, en irresponsable. Nadie sabe nada del vecino ni tiene por qué informarle, ni tampoco a la Dirección, lo cual es lo más parecido al caos. A pesar de lo que diga la ley, ni la dirección ni el Consejo Escolar pueden dar un solo paso sin el Claustro, y la activi­dad habitual de éste consiste en asegurar que nadie lo dé, ni saque el pie de su reducto. Los directores tienen que elegir entre asumir el papel de meros administradores, sin liderazgo ni objetivos, o entrar en conflicto con sus colegas, con un alto coste personal y dudosos resultados: por eso nadie quiere ser director. La clase de profesional y de persona que acepta desempeñar este cargo así concebido no es necesariamente la mis­ma que se ofrecería para llevar adelante un proyecto de cierta enjundia, y la desgana con que se asume se ve parcialmente justificada por la ausencia de otras candidaturas o por el procedimiento sustitutorio de designación administrativa (que no impediría, sin embargo, presentar un proyecto a los órganos correspondientes ni solicitar una mani­festación formal de su apoyo, es decir, presentar ante ellos una moción de confianza, y que se está convirtiendo en una manera de llegar a la dirección sin compromiso algu­no). Como resultado, los centros son a menudo organizaciones ineficaces, a veces una mera suma de profesores, y, para el alumno, todo depende de la suerte, de quién le to­que en el aula, sobre todo como profesor-tutor en la escuela primaria.
Sexto.
El claustro informal (el pasillo y la sala de profesores) y, si es preciso, el formal, se encargan normalmente de enfriar los ánimos de los profesores que, por su nivel de actividad o su afán de innovación, ponen en evidencia el inmovilismo de los demás. Na­die debe destacar sobre la mediocridad ni sobre el bajo nivel de compromiso imperan­tes. Como resultado, la enseñanza se ha convertido, precisamente para los mejores pro­fesionales, en un escenario sin incentivos, más bien jalonado de sinsabores, mientras campan a su antojo los que tienen una visión puramente instrumental de su trabajo. En los buenos centros sucede exactamente lo contrario: que el clima propiciado por unos objetivos compartidos, un alto compromiso moral y un buen nivel profesional es sufi­ciente para arrastrar o, al menos, para impedir que actúen como obstáculo los elemen­tos menos dispuestos.
Este es el papel y éstos son los logros de lo que bien podríamos llamar la quinta colum­na en la escuela pública, ya que su actividad roza a veces el sabotaje. Es verdad que la enseñanza pública se encuentra hoy, como cualquier otro servicio del Estado del Bienes­tar, bajo un fuego cruzado en el que participan el neoliberalismo, la sacralización del mercado, el gobierno de la derecha, etc., pero su principal enemigo no está fuera, sino dentro: son esos profesores para los cuales es tan sólo un lugar de trabajo, de un traba­jo por el que sienten escaso entusiasmo, y que durante el último decenio han logrado, una vez tras otra, conseguir más por menos. Son ellos los que provocan que numerosas familias escapen despavoridas hacia la escuela privada, pues, como en todo proceso de migración, antes y más importante que el pull (el tirón, lo que atrae al punto de desti­no), está el push (el empujón, lo que repele del punto de origen). Sin embargo, eso no les impide, una y otra vez, manifestarse en defensa de lo público, pues, después de todo, lo público es suyo, y cada vez lo es más.
Para terminar de suministrar motivos a quienes, a estas alturas, ya me habrán incluido en la lista negra de los enemigos de la escuela pública o de la profesión docente, voy a añadir un intento de explicación de por qué ha sucedido esto, y lo haré nombrando tres elementos innombrables en una crítica, rozando lo políticamente incorrecto: me refiero a la feminización y la desvocacionalización de la profesión y a la irresponsabilidad aco­modaticia de los sindicatos.
Es un lugar común que, en España, las mujeres se están incorporando lentamente al trabajo remunerado, extradoméstico, y que, cuando lo hacen, se ven sometidas a una doble responsabilidad que puede convertirse con facilidad en una doble jornada. Un famoso libro de los años sesenta, La familia simétrica (de M. Young y P. Willmott), de­fendía la idea de que ésta surgía a partir de la sustitución de la norma “varón empleado + mujer ama de casa” por la de estar ambos empleados tanto fuera como dentro del hogar (de ahí la nueva “simetría”)… para admitir enseguida que, en realidad, las fami­lias, no pasaban de dos a cuatro empleos (dos dentro y dos fuera) sino, transitoriamen­te, a tres (el hombre fuera y la mujer dentro y fuera). En otras palabras, es un lugar común que la división sexual del trabajo se resiste mucho más a cambiar en la esfera doméstica que en el mercado de trabajo, por lo que las mujeres de estas generaciones están cargando con un fardo histórico que las generaciones próximas no sabrán agradecerles. Esto produce, lógicamente, una búsqueda constante de empleos a tiempo par­cial y una no menos constante presión por convertir en tales otros que no lo son. Natu­ralmente, esto se consigue de distinta manera en el sector privado y en el público: en el privado, las mujeres se ven abocadas a empleos a tiempo parcial, sí, pero también más precarios, peor pagados, sin oportunidades de promoción, etc.; en el público, por el contrario, es posible ir recortando las obligaciones, sin recortar los salarios e incluso aumentándolos, hasta producir un ajuste similar, que permita compatibilizar las dos jornadas, dentro y fuera. En este empeño colaboran, desde luego, los enseñantes varo­nes, tal vez por unas peculiares preferencias trabajo/ocio, porque ello posibilita el plu­riempleo o por no resistirse a la corriente dominante, mientras que en un sector no tan feminizado probablemente se habría producido otra dinámica bien distinta, centrada en un mayor empeño en subidas salariales aun a costa de la intensificación o prolongación del trabajo real. Lo irónico de esto es que, cada vez que el profesorado, fundamental­mente femenino, logra una nueva fiesta, otro día de suspensión de las actividades do­centes por el motivo que sea, otro caso de aplicación de la jornada continua, empezar el curso un día más tarde o aplicar el horario de verano un día antes, quienes pagan el pato son ante todo, aparte de los alumnos, sus madres, que tienen que recurrir a com­plejos arreglos familiares, vecinales, etc. o, simplemente, limitar aún más su empleabili­dad extradoméstica. Unas mujeres, las maestras, resuelven su papeleta a costa de otras —que, por cierto, son muchas más, en razón 25 a 1, aproximadamente.
Otro cambio importante en la profesión afecta al papel de la vocación en la misma. No creo incurrir en el vicio de afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor si digo que la profesión docente ha dejado progresivamente de ser vocacional. Aunque no debamos engañarnos tampoco sobre lo que fue —se ha escrito abundantemente sobre el maestro como desertor de su clase social, etc.—, cabe afirmar que el magisterio y, en menor me­dida, el profesorado de la enseñanza secundaria se nutrieron durante decenios con per­sonas que volcaban en él una vocación de servicio al prójimo de raíces cristianas o que, como alumnos, habían visto en la escuela una ventana al mundo, más allá de su entor­no social inmediato, que deseaban abrir, a su turno, a otros —o las dos cosas. El docen­te no era, a menudo, sino un antiguo buen estudiante, que lo fue por encontrar en la escuela oportunidades inéditas en su medio, y que decidía mantenerse en ella como adulto porque era lo mejor que había conocido y, en cierto sentido, lo mejor que podía imaginar. Hoy, un alumno de magisterio es, con más frecuencia de la deseable, alguien cuya nota de selectividad no le permite estudiar otra carrera, y, un profesor de ense­ñanza secundaria, alguien que preferiría estar ejerciendo su profesión fuera de la escue­la pero no ha encontrado la manera de hacerlo. Ni están todos los que son, ni son todos los que están, desde luego, y tal vez ni siquiera sean la mayoría, pero, en todo caso, son demasiados.
Finalmente, la dinámica sindical ha contribuido de forma decisiva a esta situación, aun­que haya sido como una consecuencia no querida, como efecto perverso de una acción, en principio, dirigida a otros fines. En la dinámica de la movilización, que en la ense­ñanza no universitaria adopta siempre una forma asamblearia, quien quiera contar con la mayoría o aspire simplemente a ello —y todos aspiran— ha de dirigirse inevitable­mente al denominador común, y otro tanto sucede en procesos como las elecciones de delegados. Ahora bien, el denominador común conduce siempre hacia abajo, general­mente hacia alguna variante de la consigna: queremos más por menos, que resulta chi­rriante para un grupo que se considera a sí mismo una profesión (vocacional, entrega­da, responsable…) y que ejerce en una institución a la que proclama un servicio público. Paradójicamente, son los mismos sindicatos que reivindican la defensa y la calidad de la escuela pública los que alientan el despertar de los elementos más corporativos, aun cuando parte de su base sea la que, por otro lado, alimenta los movimientos de renova­ción pedagógica y otras alternativas comprometidas y renovadoras: en la acción colecti­va, el resultado agregado dista siempre notablemente de la simple suma de las volunta­des individuales.
Desde luego, no todo es desolación. No es simplemente que haya excepciones, sino que hay muchos magníficos profesionales, educadores vocacionales que, con independencia de su mayor o menor conformidad con sus condiciones de trabajo, saben que el suyo es un servicio público y le entregan lo mejor de sí mismos. Es posible, incluso, que éstos sean la mayoría, pero lo característico de la situación actual de la escuela pública es que, a diferencia del periodo anterior (entre la transición política y 1988), se han visto desbordados por los otros. Igual que las malas hierbas se imponen sobre el trigo, le quitan el agua y le tapan el sol, así, los enseñantes sin vocación ni responsabilidad se imponen hoy a los que las tienen. Quizá porque no hemos sabido aplicar la vieja máxi­ma campesina, recogida hasta en la Biblia: separar la cizaña del trigo. Desde fuera, ésta debería ser la función de la carrera docente, que hasta el día de hoy no ha pasado de ser un pío deseo de algunas fuerzas políticas reformistas rechazado sistemáticamente por el sector; desde dentro, habría de ser una de las consecuencias naturales de una profesionalidad bien entendida.
Mariano F. Enguita es Catedrático de Sociología en la Uni­versidad de Salamanca.
Autor de La profesión docente y la comunidad escolar: Crónica de un desencuentro (Madrid, Morata) y Poder y participación en el sistema educativo (Barcelona, Paidós), relacionados ambos con problemática de este artículo. Su libro más reciente es Alumnos gitanos en la escuela paya (Barcelona, Ariel, 1999).

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